Los omnibus urbanos |
El inspector fuerza las puertas para que cierren. “Apriétense”,
indica empujando a la masa humana que no ha logrado entrar en el vehículo. El
ómnibus arranca, por las calles de la
capital traslada a cientos de personas, quienes como sacos de harina se apilan
ante la necesidad de llegar a su destino y no contar con otra solución. El
calor es asfixiante, el sudor corre por todo el cuerpo, desaparecen los modales
y la educación; al menos te has logrado
montar, otros esperarán horas para, por fin, apilarse y ser transportados.
Ese es el panorama diario de quienes dependen del
servicio público para cumplir con la puntualidad en el trabajo o en la escuela,
de quienes necesitan recrearse y los lugares de ocio les resultan lejanos, de
quienes van a un hospital.
La ironía de la
vida parece nunca dejar de sorprender y enseñar. Ese día me pareció extraño que
aquel hombre disparara miradas irritada a quien rozara su piel o redujera la
distancia; mi sobresalto tal vez no fuera tanto si me encontrase en un lugar
espacioso, pero en una guagua con quien sabe cuántas personas dentro, donde
respirar es a veces un reto, y sobre todo, no creo que nadie se le acercara a
propósito.
Aquel hombre,
según mis cálculos de más de sesenta años, de calvicie sacerdotal y frente
amplia, miraba por la ventana del ómnibus con rostro enfadado. Usaba una camisa
y un pantalón bastante viejos y sucios, llenos de manchas de comida seca, que
expedía un olor pestilente. Sus uñas eran largas y negras, parecían de madera. Llevaba una bolsa
de nailon descosida en su hombro.
Mi curiosidad
aumentaba con cada reacción, sin dudas al anciano le daba asco la situación en
que se encontraba. Cuando yo tosía, a pesar de cubrirme la boca, él comenzaba a
batir las manos frente a su cara y la expresión
de su rostro se volvía más enojada.
Su estado
empeoró al aumentar el número de pasajeros y llegar a convertirse en una masa
homogénea y sudorosa. Él no paraba de mirar a todos lados, asustado, irritado,
inconforme con su estado. Con voz seca me indicó que me apartara y entre la
gente se dirigió hacia la puerta y en la siguiente parada se bajó.
La naturaleza
humana es extraña, tan desconocida como el cosmos. Ese hombre posiblemente era
un viejo solitario, enajenado de la sociedad, quien viviría en una casa
descuidada, rodeado de animales. De esas personas que andan por la calle
buscando cosas en la basura. La mugre en sus atuendos confirmaba su pobreza y
desamparo. Pero él no podía comprender como la gente se apretujaba, se empujaba
y profería obscenidades e insultos. Él no podía permanecer en la guagua pues su
condición humana se lo impedía, él no se consideraba un saco de harina.